sábado, 4 de abril de 2009

Experimentos literarios

Debería hacer una entrada sobre como me va la vida ultimamente por aqui, pero ahora mismo no tengo ganas. Solo decir que marzo casi acaba conmigo pero que a partir de ahora la vida debería ser más tranquila en lo que a estudios se refiere. Ah y que lo mismo acabo metida en un proyecto, ya se verá.

Como no tengo ganas de relatar demasiado, voy a compartir lo último que he escrito. La idea era un tanto rara, de ahí lo de experimento, pero me gusta el resultado. Lo que hice fue coger una foto, un tanto al azar y escribir lo que la foto me sugería. La foto en cuestión pertenece a la ultima excursión que hice que fue a Texel, una de las islas meridionales de este país y está al final del texto. Espero que os guste

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El viento helado cortaba su cara haciéndole desear haberse acordado de ponerse algo más de abrigo que el grueso jersey de cuello alto y el gorro que llevaba. El salir en medio de un día que presagiaba tormenta había sido un impulso repentino por el que se había dejado llevar, y del que probablemente se arrepentiría en el tiempo que le llevara perder la sensibilidad en su cuerpo. Lo cuál calculaba sería en los próximos diez minutos poco más o menos.

A pesar del tremendo frío, en la cala se respiraba paz. Se sentía como la única persona del mundo paseando entre las hierbas altas y escuchando el sonido de las olas a unos pocos metros. Si cruzaba el pequeño montículo sabía que vería el mar, gris y ligeramente revuelto como indicando la tormenta que se avecinaba y que se podía oler en el aire mezclada con el salitre del océano. Sí, iba a ser una grande, de esas que los pescadores del pequeño pueblo hablarían en los próximos inviernos porque había llegado a llevarse alguna de las pequeñas barcas amarradas en el embarcadero. Y lo mismo también a algún estúpido turista que no había decidido escuchar los avisos de los viejos del lugar, entendidos en la naturaleza cambiante de la isla.

Era un lugar solitario, frío y duro que despertaba una fascinación insana en unos cuántos locos con alma de místicos o poetas y que era odiado por aquellos con los pies en la tierra. Los primeros eran atraídos desde los lugares más remotos como llamados por un canto de sirena, mientras que los segundos huían a la menor oportunidad. Poco podía hacer un alma práctica en un lugar donde el mar, las dunas y el viento eran los señores. Dónde no había más trabajo que enfrentarse a las inhóspitas aguas del océano ni más compañía que el viento y unas cuántas almas igual de locas. No, no todo el mundo lo soportaba, pero quién sobrevivía un invierno se quedaba para siempre. Tal era el hechizo del lugar.

Ella había sido otra de sus victimas, hacía tanto tiempo que ya ni recordaba cuánto, fascinada a su pesar y atrapada sin remedio hasta que ya no tuvo fuerzas ni ganas de intentar huir. Ni de seguir buscando. No era como había imaginado su futuro cuando era joven, pero era suficiente. La isla apaciguaba su inquietud y hacía tiempo que había aprendido a no pedir milagros. Era suficiente.

Un trueno la hizo volverse hacía donde estaba el mar frunciendo el ceño. Debía darse prisa si quería volver a casa antes de que llegara la tormenta y subiera la marea. No vivía lejos pero cinco minutos de más podían ser suficiente para cortar el camino hasta su casa. Y no importa lo mucho que añorara su antigua vida, no tenía ganas de morir ahogada. Esa no era la forma de volver. Las primeras gotas de lluvia empezaron a caer, sacándola de sus pensamientos y haciéndola darle la espalda al mar una vez más. Sin pensárselo dos veces, echó a caminar mientras arreciaba, pensamientos sobre lugares acogedores y a cubierto ocupando su muerte y dejando atrás entre las dunas añoranzas del mar y de pieles perdidas.

Playa de Cocksdorp, isla de Texel

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